< extrapulado >
En este día el turista y la señora me llevaron a un lugar que parecía más una nave espacial de acero inoxidable que cualquier sitio que hubiera conocido. Todo en la sala olía a una mezcla de productos de limpieza y algo que no pude identificar, pero que claramente inspiraba más miedo que confianza. Las paredes estaban llenas de sonrisas perfectas, algo que me pareció un tanto sospechoso. ¿Era esto un ritual de modernos? ¿Por qué había tanta obsesión con los dientes? Hasta donde yo sabía, los dientes solo servían para triturar comida y mostrar el ocasional gesto de falsa gratitud y amabilidad.
Después de unos minutos, me llamaron para entrar en una sala donde me recibió un sillón inclinado y rígido llamado Ricardo que parecía diseñado para inmovilizar a quien se sentara en él. Encima de Ricardo colgaba una lámpara descomunal, cuyo brillo blanco y frío me recordó a los reflectores que se usan en interrogatorios del KGB. Quizás me habían confundido con un espía, o tal vez el turista había vendido mis órganos en Wallapop para poder pagar la gasolina para sus desplazamientos de 400m en coche.
Apareció un ser morado de pies a cabeza, entendí que se trataría de un primo no muy lejano de mi vecino el hombrecillo, aunque lo suficientemente lejano como para no llevar el sombrerito gracioso. Sus manos eran blancas y de PRC. Me hizo sentarme encima de Ricardo, que, por algún motivo, se inclinaba todavía más hacia atrás hasta quedar casi horizontal. La luz gigante se acercó lentamente a mi cara, iluminando mis ojos de forma tan intensa que no podía ver nada más que un resplandor blanco. Por un momento pensé que había pasado a mejor vida, pero al no ver a Patrick Swayze sin camiseta vendiendo cerámica supuse que no me había llegado la hora todavía.
Lo más aterrador llegó cuando sacó el temido taladro. Emitía un zumbido agudo que me encendió los pezones. Sentí una vibración extraña cuando lo apoyó sobre uno de mis molares, y el sonido amplificado dentro de mi boca me hizo pensar que estaba taladrando hasta las profundidades de mi alma. ¿Para qué servía esa tortura? ¿Acaso se les había acabado el petróleo a los saudíes y estaban realizando pruebas de perforación a la desesperada?
Por si la incomodidad no fuera suficiente, sacó la Dayson más extraña que había visto hasta el momento y aspiró mi boca como si temiera que me fuera a ahogar en mi propia saliva. No debía de ser consciente de la potencia de su aparato que además de la saliva aspiró también la laringe y hasta el dedo gordo del pie.
Después de lo que parecieron horas, el primo de mi vecino se retiró y me ofreció un vaso de agua, como si eso fuera a borrar lo que acababa de vivir, y encima del grifo el tío cutre. Salí del lugar aún confundido. Afuera, la gente seguía sonriendo con esos dientes relucientes que ahora entendía eran fruto de horas en esas salas de tortura disfrazadas de ciencia. Tal vez había algo más profundo en todo ese ritual, pero, sinceramente, no tenía ganas de descubrirlo.