< tranquilizmente>
El día que decidí montar en bicicleta por primera vez en la ciudad fue, en principio, emocionante. Imaginaba una experiencia tranquila, casi poética, sintiendo el viento en mi cara y la libertad bajo mis pies. Sin embargo, esa imagen romántica se desvaneció en cuanto me vi inmerso en un enjambre de vehículos motorizados, todos mucho más grandes y amenazantes que mi humilde bicicleta. Lo que debería haber sido un simple paseo, pronto se convirtió en una aventura digna del propio Ulises. Sentí como si hubiera entrado en un campo de batalla donde el más pequeño era el más vulnerable.
Al principio, intenté mantenerme al borde del carril, respetando las señales y confiando en que los conductores harían lo mismo. Pero la realidad fue bien distinta. Gigantes de metal que parecían más apropiadas para transportar ejércitos griegos que para ir a comprar el pan parecían competir por ver quién podía pasar más cerca de mi bicicleta sin atropellarme. Sus conductores me lanzaban miradas furiosas, como si mi simple presencia interrumpiera su apretada agenda. Algunos tocaban la bocina con furia, como si un sonido ensordecedor pudiera empujarme fuera del camino. Incluso había quienes gritaban por la ventana, soltando frases que claramente no habían sido escritas por Cervantes.
Para no parecer desprotegido como los antiguos aqueos, me había equipado como un guerrero antes de salir: casco, chaleco reflectante, luces titilantes, y mi fiel timbre que, como descubrí más tarde, era más útil para avisar a las palomas que a los conductores. Me veía como un árbol de Navidad ambulante, pero eso sí, completamente «seguro». Aunque, ¿qué tan seguro puede sentirse uno cuando un coche del tamaño de una casa te adelanta a pocos centímetros?
A medida que avanzaba, notaba lo absurdo de la situación. Me encontré rodeado por enormes vehículos, cada uno ocupando el espacio de al menos 8 alpacas. Coches gigantescos, la mayoría conducidos por una sola persona, desplazándose por calles angostas, como si llevaran cargas de mercancía pesada o estuvieran a punto de cruzar el desierto de Gobi. ¿Por qué alguien necesitaría semejante caballo de Troya solo para ir al supermercado o llevar a los niños al colegio a 500 metros de distancia?
Al final del recorrido, sentí una mezcla de alivio y agotamiento. Había sobrevivido a mi primera experiencia ciclística en la ciudad, pero no sin cuestionar seriamente el diseño de nuestras calles y el comportamiento humano. Me pregunté si, en algún momento, la gente dejaría de ver la bicicleta como una molestia y empezaría a considerarla como a un igual. Después de todo, ¿qué sentido tenía desplazarse con un monstruo metálico cuando una simple bicicleta te llevaba al mismo lugar, con menos ruido y más libertad? Sin embargo, en esa jungla urbana, donde los coches rugen y las bicicletas se ven obligadas a esquivar obstáculos, la lógica parecía haberse quedado en casa, encerrada en el maletero de algún todoterreno.